Leyendo el libro de Pablo García Canga sobre Ozu he recordado una cosa vivida hace mucho tiempo, algo que había olvidado, un recuerdo feliz y lejano. Los veranos que pasé en Colera, donde tenía una casa mi primer amor, eran de una luz y una ligereza increíbles. A veces he encontrado fotos analógicas de esos días, a veces semanas en las que íbamos en barca, los chicos fumaban porros y yo me reía y me corría con tanta facilidad, aun teniendo una concepción diminuta de lo que el sexo y el humor podían llegar a ser.
Recuerdo que había una tradición, algo que todos los del pueblo hacían siempre, y que los que veraneábamos tomábamos como si nos pertenciera. Algunas noches de fiesta, íbamos a un sitio al que llamaban la bolera, luego a una discoteca de playa decadente con bastantes zonas al aire libre en la que yo era de las pocas chicas que bailaba y cuando empezaba a amanecer cogíamos los coches y después de unas curvas parábamos en un pueblo, desierto a esas horas. En uno de sus callejones se empezaban a oler los croissants de una panadería pero al llegar, veías sólo la trastienda, chicos y chicas, y algun señor mayor, amasando el pan, poniendo la repostería aun blanquecina dentro del horno. Comprábamos delicias recién hechas y las comíamos en el coche, en algun mirador o en la misma calle desierta y perfumada de pan. No sé porqué lo he recordado. Fui feliz como se es feliz cuando no sabes que lo eres. “Como si ya el tiempo fuese eligiendo por nosotros. Quizás sea esa la historia. El caso es que, al final, la chica, muchos años después, baila, todavía baila”.
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